Ambos vestíamos unos slips dorados ajustados, y nada más que eso. Eran parte del show.
Iván y yo habíamos sido gimnastas, así que no sólo habíamos sido contratados por nuestros cuerpos trabajados, sino también por nuestras destrezas, que eran necesarias para el espectáculo de ilusionismo.
Yo había insistido en practicar el acto una vez más. El show era al día siguiente y no lo habíamos ensayado lo suficiente.
Con Iván nos conocíamos hacía sólo dos días, pero era igual de profesional y estuvo de acuerdo.
Estábamos solos en el salón y parábamos en una plataforma mecánica, que nos iba a depositar en una caja de cristal resistente. Una especie de pecera, de un metro cuadrado y de poco más de 2 metros de alto.